"Un pueblo en una metrópoli, una tienda de barrio en el primer piso de un edificio nuevo. Un sector entre la ciudad central y la ciudad de los parques enrejados y los pent-houses [...] Una calle que no pretende ser nada diferente a lo que ha sido siempre, bogotana", escribe nuestra periodista Susana Echavarría.
En el norte de Bogotá hay un parque enrejado. Es soberbio como la fortaleza que lo protege y los árboles que lo habitan. Una vieja casona, que hoy sirve de museo, no desafina. Hace cuatrocientos años era la Quinta privada de alguna encumbrada familia, hace cien perteneció al magnate del momento, y hoy las personas más prósperas del país la ven desde sus balcones inalcanzables.
En medio de la suntuosidad falta calidez, tal vez porque al caminar por la calle nadie se mira a los ojos. No era esta la ciudad que estaba buscando, creía en la existencia de una Bogotá más propia y la quería conocer. Era una capital soñadora, sin prejuicios y algo escéptica. Me dispuse a deambular. Entre el optimismo y la culpa por sentirme más cercana a la Bogotá del parque enrejado que a cualquier otra versión, por primera vez, un año después de mi llegada a esta ciudad, decidí coger un bus y encontrar a Bogotá.
En teoría: ruta 265 del SITP, veinticinco paradas, treintaicinco minutos. En la práctica: dos minutos, una señora saliendo de la oficina; cinco minutos, un papá con su hija ya adulta; diez minutos, un grupo de amigos; quince minutos y el inicio del almuerzo. Buses y busetas de todos los tamaños, edades y colores; ninguno el 265. Pero tener que esperar en medio del incesante movimiento, mirar a la gente en los vehículos, verme obligada a pausar entre el afán del mediodía, hacía sentir a la ciudad más cerca. Nunca llegó el 265, aunque ya estando ahí cualquier bus serviría. De la embajada francesa al Andino, a la calle 72, a la Quinta Camacho y hasta Lourdes.
A las 12:30 termina la misa, allá la gente sí se mira a los ojos. Pienso: la congregación, la comunidad y la confianza tejen los vínculos que le dan personalidad a una ciudad. La gente en torno al Sacerdote, la bendición del agua, la oración a la camándula, el “Padre, ayúdeme a reconciliarme con mi hermano”, el “Padre, que Dios me cuide a este bebé que está en camino”, el “Padre, deme seguridad para atender bien a mis pacientes”. Las palabras dulces y sensibles del cura dan esa sensación de pertenecer que tiende a perderse en las ciudades frías. En la gran ciudad impetuosa, todos buscan ser parte de algo.
Afuera, la plaza es más de las palomas que de la gente. Entre un par de jóvenes venezolanos, un puesto de cigarrillos, un parlante con merengue a todo volumen, un McDonald’s, un casino y una camioneta repleta de aguacates para vender, se siente el dejo de una ciudad que ya no es, en medio de otra más actual que nunca será. Un hombre de unos cincuenta años está convencido de que el negocio de la prensa se encuentra en su mejor momento, tal vez si lo vendía en esa plaza no estaba equivocado. De cara bronceada y sonrisa con brackets me convenció de que no había nada como “El Tiempo” impreso, que además si lo compraba todos los días hasta me podía ganar un libro de recetas y que eso de leer noticias en internet no tenía sentido. Allí estaba la resistencia de lo tradicional.
La nostalgia de Bogotá es más evidente en Chapinero. Hay cierta lentitud en el caos de la Carrera 13 que me transporta a otra época y al mismo tiempo me da una versión sobradamente urbana del lugar. Tiendas de ropa económica al lado de almacenes de cadena, una franquicia de un gimnasio internacional en diagonal a un carrito con frituras, una tienda de accesorios para smartphones frente a una tienda de tela exclusiva para sastres. El presente le responde a la ciudad del pasado. O al revés. Un pueblo en una metrópoli, una tienda de barrio en el primer piso de un edificio nuevo. Un sector entre la ciudad central y la ciudad de los parques enrejados y los pent-houses, una comunidad, un lugar donde es posible mirarse a los ojos. Una calle que no pretende ser nada diferente a lo que ha sido siempre, bogotana.
El nuevo vecino, la señora que hace el mismo recorrido todos los días desde hace cuarenta años, el vendedor ambulante, la música en cada local, la hora sagrada del almuerzo; en esa vía de Chapinero todo parece estar en su justo lugar, parece, otra vez, pertenecer. Lo nuevo, lo viejo, lo absurdo, lo que llega y lo que jamás se irá. ¿Es la ciudad que buscaba?
Ahora no creo que haya una Bogotá auténtica, única, implacable. No sé si existe, para ser franca. Bogotá no está en ningún lado y está en todas partes. No se encuentra, tampoco se busca, solo está, siempre en movimiento y en resistencia. Subí a la Carrera séptima y me monté en un taxi con un rosario en el espejo, con música popular y engallado con luces y sillas azules de neón. Íbamos hacía el centro y allí también estaba Bogotá.
Por: Susana Echavarría
Fotografías: Sebastián Sotelo
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