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El Uniandino

Cine colombiano: De París a Cartagena y de Bogotá a Cannes



Con graciosa coincidencia el 28 de diciembre, día de los santos inocentes, de 1895 en el Salon indien du Grand Café en el Boulevard des Capucines en París, Auguste y Louis Lumière presentan la primera exhibición del cinematógrafo, una de las primeras máquinas -en compañía del vitascopio, otro de los inventos apropiados por el brujo de Menlo Park- capaz de proyectar imágenes en movimiento. Un año y cuatro meses más tarde, la gran revolución tecnológica pisa lo que en su momento era suelo colombiano. El 14 de abril de 1897 se celebra en el puerto de Colón en Panamá la primera función oficial de cine, curiosamente usando el aparato de Edison y no el de los hermanos Lumière. Dos meses más tarde, también por Panamá, entraría en el país el cinematógrafo y pasarían dos meses más para que este llegara al territorio actual colombiano. Hoy en día Bucaramanga y Cartagena compiten por haber sido la primera ciudad en ser testigo de la magia del cine en el mes de agosto de 1897, mientras que la capital debió de esperar hasta el primero de septiembre para ser partícipe del evento cultural que estaba revolucionando Europa.


El cine cautivó el corazón de los espectadores, la magia del aparato en donde cobraban vida de una manera cercana y continua todas las historias, sin importar si eran verdaderas, falsas o, como suele ser común en el cine, un poco de ambas, estuvo a la altura de las exigencias de la aristocracia y la intelectualidad criolla. El boom del cine en Colombia se vio interrumpido en el año de 1899 y hasta 1902, como niño arrebatado de los brazos de su padre, debido a la guerra de los Mil Días; pero ni la guerra, ni la política, ni la economía pudieron frenar lo que había pasado aquel agosto de 1897, la relación de amor y tragedia entre Colombia y el cine se había sellado para siempre.


La producción de cine en el país inició limitándose a capturar paisajes y momentos de la vida nacional, como un niño pequeño apenas estaba siendo consciente de la capacidad de su propio cuerpo. No fue sino hasta 1922, con la aparición del primer largometraje de ficción La María, basado en la famosa obra de Jorge Isaacs -de la cual se conservan aún 25 segundos en la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano-, que el cine colombiano empieza a dejar atrás su cuna y da sus primeros pasos. Tras el inicio del descubrimiento del mundo que tenía por delante, y a pesar de ser un explorador natural, el cine criollo se vio sometido, producto de la infantilidad propia de sus pocos años de vida, a la férrea voluntad de sus padres; y así, el aventurero audaz se vio limitado al papel de aprendiz silencioso. En 1928 la empresa antioqueña Cine Colombia, más enfocada en la construcción de teatros que en la producción de películas, compró los estudios de los hermanos Di Domenico, cerrando los únicos laboratorios existentes en Colombia, y se dedicó únicamente a exhibir películas extranjeras.


La llegada del sonido al cine cambió por completo las reglas de juego de una industria aún muy joven y falta de recursos, la costosa tecnología del cine sonoro llevó a que entre 1928 y 1940 en Colombia sólo se produjera un largometraje Pereira es la que invita a su gran carnaval (1936). Sin embargo, el niño obediente observó con cuidado y el ímpetu incontenible inherente a su naturaleza lo llevó a seguir el ejemplo de las “edades de oro” del cine argentino y mexicano y estrenar entre 1941 y 1945 el sorprendente número de 10 largometrajes de ficción. Como toda decisión arriesgada en la vida, tuvo sus consecuencias; todas las empresas financiadoras de estos proyectos terminaron en la quiebra y no fue sino hasta 10 años más tarde que el infante se recuperaría de su segundo encuentro con la realidad. Durante los años cincuenta la curiosidad del cine atrajo a artistas de todas las ramas y escritores como García Márquez, con su participación en el largometraje La langosta azul (1954), aportaron su granito de arena. Posteriormente otros escritores como Fernando Vallejo intentarían incursionar en el cine con poco éxito, en el caso específico de Vallejo debido a la crudeza de sus producciones.


La rebeldía y la búsqueda de una identidad propia marcaron el inicio de los años setentas y ochentas en el cine colombiano, el niño se había convertido en un adolescente. De la mano del autodenominado “Grupo de Cali, dirigido principalmente por Luis Ospina, Carlos Mayolo, Andrés Caicedo y Ramiro Arbeláez, el cine colombiano dio los primeros vistazos a lo que sería su propia voz. El cine vivía en “Caliwood”, el grupo de Cali se dedicó en alma, cuerpo y corazón, no solo fueron actores y directores, sino que se encargaron de fundar el cineclub de Cali y la revista “Ojo al cine”, la más parecida en su tendencia de análisis cinematográfico a la famosa revista francesa Cahiers du cinema, en donde criticaron con mano firme y letra ágil la “pornomiseria”, tan común en el cine latinoamericano de esa época, incluso parodiándola en el falso documental Agarrando pueblo (1978) dirigido por Luis Ospina y Carlos Mayolo. Durante esta época el apoyo gubernamental se hizo presente a través de la Compañía de Fomento Cinematográfico (FOCINE), naciendo de la mano del Ministerio de Comunicaciones en Julio de 1978 y siendo liquidada en 1993 debido a malos manejos administrativos.


Durante finales de los noventas y hasta hoy, el cine colombiano ha empezado a recorrer el camino de la adultez, cada día un cine mucho más maduro se realiza y se consume en el país. Finalizando el siglo anterior películas como La estrategia del caracol (1993) de Sergio Cabrera marcaron el inicio de un nuevo renacer. A inicios de siglo, con la Ley 814 de 2003, conocida como la Ley del Cine, encargada de recolectar impuestos a distribuidores, exhibidores y productores de cine, se apoyó la realización de largometrajes, cortometrajes y documentales a través del Fondo Mixto de Promoción Cinematográfica PROIMAGENES en movimiento. Mediante esta financiación largometrajes como Soñar no cuesta nada (2006) dirigida por Rodrigo Triana vieron la luz. Posteriormente, directores como Ciro Guerra con sus películas El abrazo de la serpiente (2015) y Pájaros de verano (2018), o Cesar Augusto Acevedo con su película La tierra y la sombra (2015), se han encargado de ir seduciendo poco a poco a la crítica internacional, recordándole al mundo que en aquel país escondido en la periferia del mundo, donde el cine llegó un año y cuatro meses tarde y tuvo que salir corriendo al poco tiempo de su llegada, la historia del cine no ha llegado a su conclusión; por el contrario, se encuentra en el punto cúspide de su trama.


“Estamos hartos de vivir en la realidad, de ser realidad nosotros mismos, y apetecemos por eso la mentira, la ficción inverosímil que se parezca más al ensueño que a esto, real y efectivo, en que nos agitamos o yacemos.” Escribía Tomás Carrasquilla a propósito del cine en su nota “El buen cine” de 1914 para la Revista Cinemes. Carrasquilla pareció entender rápidamente una realidad tan obvia que a veces escapa al entendimiento, el cine no es una representación fidedigna de la realidad, sino que juega en un limbo entre esta y la imaginación, es un artilugio, una quimera, es la “inocentada” más exquisita de la que goza la humanidad. Aquí reside el poder del cine, en jugar con la verdad y despertar al espectador del entumecimiento de la realidad, llevarlo a un lugar en donde lo macabro, lo triste, lo alegre y lo sensual tengan un nuevo significado, en donde el distanciamiento entre el espectador y la vida le de suficiente espacio para reflexionar y sentir aquello que ahora ignora debido al peso letárgico de la cotidianidad.


Vivimos en un país de extremos, la funesta y macabra violencia que ha acompañado a la nación desde su nacimiento firmado en sangre solo es comparable con la alegría y la pasmosa belleza de sus paisajes, de su gente y de su diversidad cultural; Colombia es un país de magia salvaje, de ocurrencias imprevistas y hechos impensables, un país donde todo aquel que no ríe, no le queda mas que llorar. Por esta cercanía con una existencia que pareciera ser onírica, vivimos adormecidos, vendados ante la vida misma que nos mira de frente y se niega a parpadear, escondidos bajo el ensueño profundo de aquel somnoliento espectáculo que erróneamente llamamos realidad. Así se presenta el cine como un mensajero despertador y asume el papel de Hermes, heraldo de los dioses, trayendo consigo un mensaje de agua y fuego, reconstruyendo el color en un país que pareciera sumirse en el insensible torbellino gris de lo ordinario. Por esto mismo querido lector, para despertar en la vida, para ver la vida, para vivir la vida, sólo le puedo dejar una recomendación: Vea cine, viva el cine, vaya al cine.



 

Por: Carlos Bueno

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