Ayer en la noche Bogotá vivió la consecuencia natural de una suma de acontecimientos pasados. Desde hace un mes, cuando la violencia volvió a hacerse visible con la masacre de cinco niños en Llano Verde, seguida por la de ocho jóvenes, apenas cuatro días después, en Samaniego, los colombianos regresamos a una realidad que en los últimos meses pareció desvanecerse detrás del flujo de noticias sobre la crisis del coronavirus.
Lo cierto es que la violencia nunca desapareció. Durante la cuarentena aumentaron las víctimas, quienes, en cualquier caso, experimentaron un recrudecimiento de los crímenes. Lo único nuevo sobre este retorno fue que tocó a la puerta de los citadinos y apareció nuevamente en sus televisores y en el sonido de sus radios.
La gota que colmó la copa, sin embargo, no fueron las masacres ni los asesinatos por parte de los grupos ilegales, sino el asesinato de Javier Ordóñez a manos de la policía. Y es entendible: como si no estuviéramos abrumados ya por la cantidad de fuentes de violencia en el país, quedó claro que había que temer también a los que deberían defendernos por mandato constitucional. Colombia tiene una amplia historia de abusos del Estado, y los acontecimientos recientes confirman que no la hemos dejado atrás.
Pero que no se engañe nadie, las protestas de anoche no son solo producto de la indignación hacia la policía, sino que son también el resultado de una falta de compromiso estructural para vivir en paz y de un gobierno anulado que pretende liderar con eslóganes. Un gobierno que ha saboteado el proceso de paz, que es cínico con el lenguaje y cuya ineptitud resultó ser más dañina de lo que se hubiera podido presupuestar. Su responsabilidad, también hay que decirlo, es compartida entre los diferentes actores, no solo de la política, sino de la sociedad en general.
Lo que viene será lo que conocemos bien: cada actor interpretará el rol que le hemos establecido: los que dan las órdenes, ordenarán investigaciones exhaustivas; los que rechazan, rechazarán a todos; los que defienden, defenderán al gobierno y a la policía; y así sucesivamente irán pasando los que convocan, los que organizan, los que proponen y, al final, los que resisten.
Será deber de los jóvenes, que tenemos la energía y la independencia suficiente, definir qué rol jugaremos en este mapa de violencia. El impulso de la indignación deberá sostenerse en la respuesta, de lo contrario, como los nombres de las decenas de víctimas de las pasadas semanas, se perderá después del ímpetu y nos veremos, más temprano que tarde, repitiendo estos mismos discursos.
El Uniandino
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