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El Uniandino

De la noche a la mañana


Escuché los lloros, aquellos que me despertaron y me levantaron de la cama a las cuatro de la mañana en su búsqueda. Tras once años de vida juntos nunca había llorado a la madrugada. Antes de que lograse encontrarlo él me encontró a mí, entró a mi habitación y con su mirada lo decía todo “ayúdame, me duele”, caminaba con su pata trasera levantada, “¡allí es donde le duele!” pensé. Me dispuse a buscarle algo en la pata, le acaricié, pero no hubo nada, ni siquiera se demostró incómodo, pero no había nada que yo hubiese podido encontrar a simple vista.


Pasamos toda la madrugada juntos. Con su mirada, acompañada por sus lloros, ninguno pudo dormir.


Duele no poder ayudar a alguien que amas, porque no sabes qué tiene y por ello no tienes ni idea de qué hacer.


Con nuestra madre lo llevamos a alguien que lo pudiera ayudar. A las seis de la mañana salimos. Tras un chequeo y una radiografía nos informó, “es displacía de cadera, normal con la edad”, no entendía. Después de toda una vida juntos me había mordido, me dolió más el sentimiento que la piel; aunque entendía por qué lo había hecho.


Salimos con un par de medicamentos, una inyección y una futura revisión en cuatro días, además de salir con la esperanza de que todo mejoraría.


Quería verlo caminar, en la consulta caminó “bien”, se movía con energía y nervios por primera vez al conocer a una veterinaria en bastante tiempo. Llegamos a la calle, lo bajé de mis brazos muy despacio, como si estuviera cargando un niño. Se fue a toda velocidad hacia el primer poste que vio caminando en tres patas. Seguimos avanzando, no quería estar más allí, queríamos todos llegar a casa. Él quería seguir caminando y orinando todos los postes que se le cruzaban, siempre con una pata levantada, pero en un momento no pudo más y empezó a llorar mirándome, pidiéndome que le ayudara; y claro lo levanté y lo fui llevando por gran parte del viaje alzado en mis brazos.

En ese momento caí en cuenta que había perdido, de alguna manera, a mi amigo, mi compañero de viajes al parque, mi compinche, mi hermano. Supe que ya no sería como antes, que había perdido una parte de mí, porque él ya no sería el mismo. Los años han pasado y hay que aceptar que el cuerpo no es el mismo y algún día llegará la muerte.


Tras treinta minutos de viaje, nos faltaba poco, tan solo diez minutos caminando y curiosamente no encontrábamos ningún taxi. En el transcurso del viaje a veces él iba caminando y cuando no podía más lo llevaba en brazos; las personas lo miraban con pesar y ternura, no sabían lo que había pasado, pero sabían que no se veía contento.


Casi llegando a casa lo iba a volver a alzar, y me mordió cuatro veces en mi mano izquierda; no sé de dónde lo cogí que le haya dolido, pero lo hice y lo lastimé sin querer. Tras dejarlo en el suelo mientras me mordía, mi madre lloró y él se disculpó con la mirada.


Al llegar a casa, lo sentí, lo dejé en el suelo y no pude más. Lloré. Hace más de diez años (cuando tenía como doce) no había llorado. Desde la muerte de mi abuelo, no había soltado una lágrima, ahora volví a llorar. Nadie había muerto, pero sabía que algo grande había perdido en aquel día. Había perdido a un fiel amigo y hermano.


 

Por: Brayan Felipe Poveda Osorio


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