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El Uniandino

El Otro en Tinder

Hace unas semanas salí con alguien de Tinder, M.

La primera cita pasamos varias horas juntos, reímos y hablamos con bastante fluidez. Sin embargo, en la segunda cita tuvimos una discusión que, aunque pequeña, llevó a que los dos nos elimináramos de todas las redes sociales con la mayor tranquilidad, como si de esa manera eliminásemos también la existencia y el recuerdo de la otra persona.

A veces pasa –no sé si a todos, supongo que a todos– que, de repente, uno se detiene en el día y descubre que ha estado cargando un peso en el pecho y se pregunta desde cuándo y de dónde ha surgido. Así, al siguiente día de habernos bloqueado, en el TransMilenio iba pensando en cómo podíamos pretender omitirnos el uno al otro sencillamente borrando un contacto en el celular; ¿es que su complejidad como persona, sus deseos, sus miedos, todo, podían verdaderamente reducirse a un nombre y una foto? Y yo, entre todo lo que me conforma, dentro de todo lo que puedo llegar a ser, ¿estaba siendo para él la cita fallida de Tinder? Recordé con algo de hastío a todas las personas con las que había tratado una vez y ya nunca más. Saqué el celular e hice una lista: en el 2020 me reuní con diecisiete personas de las cuales solo llegué a conocerme genuinamente con dos. Entonces pude ver que todas estas citas no se trataban de dos personas abiertas a conocer al otro, sino de dos personas que buscaban reunirse con sus expectativas y deseos, y que se encontraron, para su pesar, con que existía alguien que escapaba a su anhelo. Así, llevada por una sutil sensación de incomodidad me desvié del camino y llegué a la casa de M para pedirle que, si íbamos a dejar de hablar, al menos lo hiciéramos reconociendo que el otro es también un mundo.

***

Cuando uno comienza a salir con gente de Tinder activamente, de repente, parece terminar en un círculo social en el que todo el mundo usa la aplicación. A una de mis mejores amigas, Natalia, la conocí por este medio hace más de un año. Nunca estuvo entre nosotras la intención de tener algo más que una amistad, sencillamente intuimos que éramos un tipo similar de persona, y, después de hablar durante unos días, comprobamos que, en efecto, lo éramos. Entonces decidimos conocernos y desde entonces hemos sido bastantes cercanas. Ella y yo somos parecidas en muchas cosas, pero la más curiosa es esta: somos completamente adictas a los desconocidos. Quizá suene extraño, pero, a medida que he hablado con más personas, me he dado cuenta de que es un fenómeno demasiado pasado por alto para lo común que es. La gente suele extrañarse cuando les digo la cantidad de personas que he conocido en estas aplicaciones: “¿es que no te da miedo?”, “¿y si no son las personas que dicen ser?”. Bueno, no puedo juzgarlos, después de todo, lo que más te repiten cuando eres pequeño es que NO hables con desconocidos; los desconocidos son peligrosos. Los otros son siempre un riesgo. Pero, entonces, ¿por qué, a pesar de tantas advertencias y miedos arraigados, se ha vuelto tan común el uso de estas aplicaciones?

Cuando uno se pregunta esto, quizá lo primero que le viene a la cabeza es que puede ser la manera más fácil y rápida de tener sexo: escoges una persona que te agrade físicamente, le hablas sin grandes preámbulos y se encuentran. Al respecto, se me viene a la cabeza el filósofo Byung Chul-Han en su libro La agonía del ego (2012) que dice: “el sexo es rendimiento. Y la sensualidad es un capital que hay que aumentar. El cuerpo, con su valor de exposición, equivale a una mercancía. El otro es sexualizado como objeto excitante”. Así, la cuestión de Tinder podría ser sencillamente –y como lo he oído tantas veces– una mera cuestión de mercantilizar el sexo y la imagen corporal, de tal manera en que no puede haber cabida para el amor, puesto que, como continúa el autor: “no se puede amar al otro despojado de su alteridad, solo se puede consumir. En ese sentido, el otro ya no es una persona, pues ha sido fragmentado en objetos sexuales parciales. No hay ninguna personalidad sexual”.


Podría entenderse de esta manera: cuando uno se involucra con alguien no solo está permitiendo a esta persona adentrarse en la vida de uno, sino que, también, puesto que somos seres inacabados, estamos accediendo a que esta persona tenga algo de influencia en nosotros, que en cierta forma nos moldee, y así mismo que nosotros le impactemos. Cosa que, por supuesto, resulta ciertamente riesgosa. Frente a esto, en un inicio Tinder puede dar una sensación de seguridad: la aplicación presenta las personas como una ficha; una foto ligada a un nombre o apodo, y muestra de nosotros mismos y de los demás lo que se considera qué debe ser mostrado.


Sin embargo, cuando le pregunté a Natalia por qué prefiere interactuar por Tinder y no por otros espacios no virtuales me respondió algo que me hizo reconsiderar la visión anterior. Para ella, su valor más grande está en lo que puede pensar y decir, pero es algo que en la vida presencial las personas no llegan a querer oír puesto que, de antemano, la catalogan por la manera en que se ve. Así, en Tinder, usa una fotografía básica, la mitad de su rostro sonriente, y ya, después todo lo que pueden saber las personas de ella es lo que escribe, es su conversación. Menciona que así también tiene tiempo de descifrar a las personas: “no sé si puedes entenderlo, pero a veces conocer personas se siente como mucho esfuerzo. Sé que en parte es por esta idea innata de agradar a las personas,de demostrar que valgo la pena como ser humano”.


Mientras que ella habla durante días con la gente para saber si vale la pena conocerse o no, mi modus operandi es otro: yo cito a la gente casi inmediatamente. Para mí la magia de Tinder está precisamente en que las personas no saben nada de ti, ni tú de ellos. No es que no tenga amigos a los que amo, pero suele suceder que, cuando me reúno con ellos después de mucho tiempo, yo ya he cambiado, pero ellos me tratan como antes. De manera que yo respondo a ese trato y es una situación bastante confusa. En cambio, cuando estoy frente a frente en un café con una persona de la que no sabía nada la noche anterior, todo lo que soy para esta persona es todo lo que soy en el momento. Lo que digo, lo que hago, mis gestos, mi cara. Nada más que eso. Los extraños me obligan a vivir en el presente.


Por supuesto que estos son solo unos apuntes al aire desde mi experiencia de un tema que yo encuentro bastante interesante y poco tratado. En ambos casos, está esta situación paradójica de querer cercanía humana/querer distancia. La pregunta para mí en el fondo es:

¿Tinder es una aplicación apta para generar vínculos significativos con otras personas?”. No puedo tener la respuesta, pero considero que, por lo menos, en el caso de Natalia, el mío y de otras personas cuya experiencia no menciono para no extenderme, Tinder nos salva en cierta medida del “terrible poder del otro”, de que una persona ajena a nosotros decida quiénes somos y pueda intervenir en nuestros sentimientos. Es decir, claro que nos involucramos, pero la manera en que esta aplicación presenta a las personas, como decía antes, les quita el poder que conlleva su alteridad.



 

Por: Nash Santos

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