*ADVERTENCIA: esta narración cuenta con contenido sensible sobre desórdenes alimenticios, el contenido de este episodio es sensible y puede ser desafiante para algunos lectores.
Un pinchazo en el estómago. Dos. Tres. La resequedad en mis labios grita por una gota de agua y cada vértice de mi cuerpo está congelado. Las cobijas que rodeaban mi silueta causaban cierta gracia, la suavidad del colchón no se ponía de acuerdo con los huesos agudos de mi esqueleto y la comodidad de mi cama no encontraba espacio en el desasosiego que desplegaba mis costillas. Cada una de mis células se siente nefastamente vacía, abandonada, fría. Ya no soporto el sentimiento discorde que sostiene mi cuerpo, entonces, decido salir de la pequeña e inservible cueva a la que algunos llaman cama y enderezar mi columna mientras las plantas de mis pies se encuentran con madera crujiente. Los pinchazos no paran, tampoco la inquietante necesidad de movimiento; pero mi esqueleto se siente liviano y la mente un tanto exhausta. No sabía que el principio de mi sabiduría vendría llena de hastío y con un estómago desesperadamente vano. Mi cuerpo se encuentra con su reflejo mientras mis pupilas recorren los huesos que amenazan con rasgar la piel, un estómago vacío que se satisface con una sombra tan endeble e ingenua, un estómago que daría lo que fuera por lamer nutrientes pero que repudia cualquier cosa que lo llene.
“Mi amor, te traje el desayuno” La voz es extraña para mis oídos, mundana, sencilla. Sus manos ofrecen algo que antes no hubiera pensado tomar dos veces, pero lo que llena el plato no es comida, son números y tentaciones. Paso la poca saliva que alivia mi paladar y le doy una pequeña sonrisa al ser extraño. Sabía que debía moldear mi mente para alcanzar una utopía, mas nunca pensé que mi cuerpo se volviera tan ajeno a mí. Tan odiado, tan resentido con mis neuronas. El extraño que, sin saberlo, ofrece mi tortura pinta su cara con arrugas del paso de la vida, sus gafas delatan uno que otro problema de visión pero sus ojos me recuerdan al amor con la que me veía mi madre. Las pupilas no se llenan de afecto y de preocupación por cualquiera, sólo un padre puede tener tanto cariño y desazón en la misma cantidad. Los huevos cuidadosamente puestos, la fruta delicadamente cortada confirman que la comida proviene de mi padre mientras habite en este cuerpo.
No podía ser tan difícil, era tan sólo piña y huevos revueltos. Y mi estómago lo necesitaba, mi boca se ponía de rodillas por un sólo mordisco. Abro mis labios pero mi reflejo me canta una verdad totalmente distinta, mi piel presiona los huesos, la ropa atrapa la envoltura de mi cuerpo. Antes de poder tomar un mordisco me veo al espejo, una silueta tan diferente a la de hace unos minutos, mis piernas se rozan, la piel cuelga de mis brazos, mi propio cuerpo me asfixia. Desbalance, ilusión atípica, espejo burlón. Quiero rasgar cada parte de mí, botar los huevos y con ellos los números que tanto me vigilan. Pero no quiero percibir mi envoltura frágil y es que nunca me había percatado de mi cuerpo como lo hago ahora. Quisiera salir de mi mente, verme como soy.
No hay pasos a seguir, solo encontrar tranquilidad en los respiros alborotados y sentir más allá de la lámina irreal, eclipsar mi incertidumbre poco a poco, recoger una migaja de amor propio, bailar sobre el ideal, recoger la comida de papá y calmar el estómago abrumado de café sin azúcar, de chicle y agua imitadora. Pensé a los mundanos tan quebradizos cuando nunca había estado en una mente que no para de pensar en un arquetipo que no existe, decidía no entender lo difícil que es tragar para un alma que se siente condenada por unas cuantas calorías. Porque nadie sabe lo difícil que es comer la culpa y después sentirse serena en el espejo, nadie entiende las hazañas que implica un desayuno de papá, nadie se posa en la imagen que día a día se tiene que enfrentar. Con los ojos inundados y manos temblorosas decido tomar la piña que me miraba desde el piso después de tratar de dejarla olvidada. Con todo mi coraje disuelto dejo que mis papilas se llenen mientras una lágrima recorre mi mejilla.
Con la culpa a medias y un poco de consciencia me fuerzo a tragar.
Por: María Alejandra Rayo
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