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El Uniandino

Memoria: la porosidad de lo cerrado en el territorio colombiano

Una gran máquina perforadora desmorona rocas en el fondo de una montaña para dar paso al túnel de la línea. De una de las rocas se desprenden huesos. Entre los huesos, un cráneo perforado de una niña que lleva ahí 6000 años. Esta escena, en la que el perforar del territorio nos devuelve los cuerpos que lo habitaron en un pasado inimaginable nos plantea grandes preguntas sobre nosotros: ¿Quiénes somos y de quién hablamos cuando hablamos de nosotros en pasado? Preguntarse por el territorio colombiano, por la memoria de los objetos que nos rodean en nuestras interacciones cotidianas y por los conceptos que componen tales interacciones es preguntarse por una superposición de capas bajo las cuales habitamos nuestra identidad. No de capas jerarquizadas que ocultan una a la anterior, sino de tejidos, de telas entrelazadas e hilos indistinguibles que al ser movidos mueven el conjunto de nuestra experiencia. Esta idea de tejido, de capas que chocan y dialogan en la memoria, en los objetos y en la consciencia de Colombia, es lo que intenta señalar Memoria, la última película de Apichatpong Weerasethakul: lo muestra a través de un universo poético de signos que se mueven unos a otros, que emergen unos de otros, pero también a través de formas narrativas que hacen de la película misma una superposición de tejidos, suelos y excavaciones. Y lo hace porque para Apichatpong es difícil pensar de otra forma la composición de la memoria colombiana.





Colombia es un territorio nuevo, y no todo lo que está conectado a él se incrusta en esa delimitación geográfica tan reciente; es un territorio en el que la memoria de lugares completamente distintos tienen que convivir, haciendo eco en un paisaje que no para de ser interpretado a través de los ojos de la infinidad de conciencias que lo habitan, que les es y no les es, con un idioma que les es y no les es. De esta forma, pensar en el territorio colombiano puede pensarse en un espectro continuo de conciencias cuyo signo contiene siempre el de las otras y cuyo movimiento se ve siempre alterado por el de los otros: como un gran telar de varias capas que tiembla sin cesar por pequeños movimientos invisibles que componen sus superficies.


Esta forma de ver el territorio colombiano tiene mucho que ver con la forma en que Apichatpon Weerasethakul ha pensado en su cine tailandés. El cine de Apichatpong es uno que se preocupa por ideas como la magia, el volumen del tiempo, la convivencia de los destellos del pasado que chocan en el presente con las luces del futuro, y los fantasmas que no vemos pero que configuran nuestro mundo y son buscados en simultáneo por el científico y el chamán: los espíritus con los que interactuamos y las células invisibles que nos conforman, la memoria del dolor en los objetos y las enfermedades que cobran vida en nuestros cuerpos. Apichatpong nos presenta a una protagonista extranjera que se relaciona con el territorio colombiano. Al hacerlo, encuentra un emerger de mundos invisibles: un sonido en su cabeza que busca y procura entender, la enfermedad de su hermana, los hongos en sus orquídeas, la memoria de los objetos y los espíritus de un cráneo perforado.

No quiero hablar de las cosas que ocurren durante la película o decir de qué se trata en el sentido de qué acciones ocurren que desencadenan una historia, porque esta película, más que una historia que se va desenvolviendo y nos entretiene o nos hace pensar, es una cápsula de sensaciones y capas sensibles que nos entregan en el volumen del tiempo esta idea del territorio colombiano. Apichatpong logra esto a través de otras capas en las que se vislumbra una realidad más grande, un grosor del transcurrir que siempre busca en sus películas que, más que entretener o asombrar, hacen presente el tiempo.



Hay hongos en Memoria. Hay hongos y hay poemas sobre hongos. Porque los hongos son, como muchas cosas en las películas de Apichatpong, espacios liminales. La protagonista de Memoria busca alejar los hongos de sus orquídeas de la misma forma en que busca alejar la enfermedad de su hermana, alejar lo que brota de lo vivo; pero no puede detener la porosidad de los cuerpos, la porosidad de la historia o la porosidad de las interacciones. En fin, eliminar la porosidad de lo cerrado. En ese sentido, afirma Apichatpong, “lo molecular y lo microscópico son presencias invisibles que componen el sustrato de lo vivo”, como fantasmas que controlan las coordenadas de nuestras angustias, por esos ecos que no vemos y nos mueven, los demás hilos que nos atraviesan, que somos y no somos, y que no podemos controlar ni contener, porque se escapan en su porosidad; como el sonido tras las paredes o el ruido de las palabras en nuestra consciencia.


De esta manera, los hongos nos hablan de la porosidad. De pequeños huecos de lo cerrado a través de los cuales fluye la realidad. En esta idea de porosidad vuelve a cobrar sentido la escena de la perforadora en la línea del metro que encuentra (¿perfora?) el cráneo de una niña que vivió hace 6000 años. Porque la porosidad es ese entramado que permite el tránsito entre los mundos, entre lo orgánico y lo inorgánico, entre el afuera y el adentro, el futuro y el pasado en esa puerta que llamamos presente. En otra escena, una arqueóloga le cuenta a la protagonista que la razón de ser del cráneo perforado era una práctica que buscaba liberar a las personas de los malos espíritus, abrirles los cráneos para que tales espíritus pudieran escapar. Como abrirle el cráneo a la tierra para que nos devuelva cuerpos en pasado y los libere del olvido, liberar la memoria como se liberaron de la niña los malos espíritus al perforar su cráneo.



Y hay, al igual que hongos, hospitales. Hay muchos hospitales en las películas de Apichatpong, y muchas escenas de hospital en Memoria; porque los hospitales también son espacios liminales, portales que nos llevan de lo orgánico a lo inorgánico y sus salas de espera son puntos de suspensión de la realidad en la que el mundo, para los familiares que esperan, que sufren el volumen del tiempo, desaparece. En los hospitales el frío de los fantasmas moleculares de la enfermedad cobra presencia en nuestras vidas, en nuestro universo sensible, y el transcurrir cobra otras apariencias, se abstrae de lo que generalmente lo rodea. Y ahí nos encontramos a la protagonista, Jessica, esperando a que su hermana despierte en medio del volumen del tiempo.


Cerca, aparece una escena muy particular, al inicio de la película, en la que el emerger de lo invisible intenta tomar formas más misteriosas: vemos un parqueadero en Bogotá, en medio del silencio de la madrugada. Uno de los carros prende sus luces y su alarma empieza a sonar; el espectador puede pensar por un instante en algún efecto causal que haya activado la alarma, en alguna serie de acciones físicas que hayan detonado el evento pero, en medio de sus pensamientos, se encontrará con que otro de los carros del parqueadero ha encendido su alarma, y luego otro y otro hasta que, en un instante, todos los carros que se ven en el parqueadero han encendido sus alarmas y sus luces intermitentes y rítmicas se señalan unas a otras. La cámara, mientras tanto, se acerca, camina entre los carros hasta el final del parqueadero y, a medida que las alarmas se apagan, una a una, se devuelve.



Hay otra idea de memoria que se asoma al final de la película, que se asemeja un poco a esta relación con la perforación: todos somos antena y disco duro, receptores y emisores de memoria. Vemos a Jessica en Pitalito hablar con un hombre que, mientras cepilla las escamas del pescado, le cuenta que lo recuerda todo, que su memoria no borra nada y que no sale de su casa ni ve televisión porque recuerda cada detalle, no solo de él, sino de las cosas. Toma una piedra y la piedra le transmite su memoria. Pero al interactuar con Jessica, encuentra memorias perdidas de él en ella y es ahí donde nos damos cuenta de dónde viene el ruido que escucha Jessica en su cabeza. También, por el idioma de las voces que nos hablan en la memoria que emerge de los dos, nos damos cuenta de que van más allá de las memorias que delimita el territorio colombiano, memorias que se conectan con todo y que nos atraviesan, nos descomponen y nos forman, como las moléculas, los hongos, los ríos, nuestros cuerpos y las enfermedades o los hechizos que nos achacan y que achacamos en otros sin saberlo, memorias de otros continentes de los que somos emisores y receptores.


Y es en ese punto, en el que muchas voces empiezan a superponerse unas sobre otras, en el que se aglutina el recuerdo de todas las escenas pasadas, que uno ve la película como material. La película , como el territorio, más que una narración es una superposición de capas. Apichatpong no intenta hacer una historia en la que se vea tal superposición de la memoria en el territorio, sino que la experiencia misma de la película es una de superposiciones de capas, de voces, de porosidades entre escenas y espacios liminales en los que las cosas se escapan, fluyen, se hablan y son antena y receptor en simultáneo; más que en ninguna otra de sus películas, intenta encontrar el volumen del tiempo que es, necesariamente, una superposición: la memoria y el tiempo no como una linealidad que se va desencadenando, sino como algo con volumen que aglutina, fluye, convive y se estanca de forma continua. El orden de algo inherentemente desordenado como Colombia, convive en una figura volumétrica, de un tiempo que no es una línea sino un grosor y una densidad y un peso, una figura como la que escucha la protagonista. Es como una bola enorme de concreto que cae en un fondo de metal, rodeada de agua de mar. ¡Bang! Y después se encoge... Es terroso. Metálico. Redondo. Es como un rugido desde el centro de la tierra.



 

Por: Nicolás Munevar Miranda

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