Deiver Romero Páramo es estudiante de Narrativas Digitales y Ciencia Política en la Universidad de los Andes. Aquí su columna "¿Para usted qué es el hambre?". Para contestar la columna envíe su propuesta a periodicoeluniandino@gmail.com.
Una porción privilegiada de los seres humanos jamás hemos sentido hambre, al menos no hambre verdadera. Una pequeña porción privilegiada de las personas del mundo, muy probablemente —y sin embargo no es una certeza—, nunca vamos a sentir el estupor que paraliza el estómago, y el cuerpo entero, ante la incapacidad de poder alimentarlo. ¿Qué significa tener hambre? ¿En qué momento fuimos conscientes, por primera vez, de tal concepto? ¿A quién le interesa que haya gente en inanición?
La palabra hambre viene del latín fames. En su evolución el vocablo fue perdiendo su semejanza a lo que era originalmente hasta extraviar varias de sus letras — como la “f”— y convertirse en lo que la conocemos hoy: hambre, con “h” al inicio. Es una palabra vulgar que se ha ido deformando con el tiempo; deformando como su significado, que parece que hemos vaciado de contenido. Desde la primera vez que el homínido se paró sobre sus pies, como mecanismo de locomoción, empezó a necesitar más energía vital, por tanto, hubo mayor determinación en la búsqueda de una mejor alimentación. Almacenar alimentos nace precisamente del imperativo de prever el futuro como un no-lugar, incierto y mudable . Los intentos de lenguaje y el menester de la subsistencia alentaron zarpar a la búsqueda de nuevas formas de asociación, pues permanecer en colectivo los hacía más fuertes: el miedo y el hambre eran el principio rector.
Martín Caparrós, en su libro El hambre —el cual inspira esta columna—, hace un estudio minucioso sobre este fenómeno —aún no estoy seguro si este sea el término adecuado para definir el problema—. Él recorre varios países en estado de precariedad socioeconómica y en inseguridad alimentaria. A lo largo de las páginas describe diversas situaciones en el Sahel, una zona desértica y biogeográfica que se ubica en el norte de África. El libro tiene una parte que captura mi atención, esta es la respuesta que le da Aisha, una mujer de Níger, a una de sus preguntas, que no es otra que la hipotética posibilidad de pedirle a un mago cualquier deseo. Aisha contesta que quiere una vaca para que le dé leche y poder venderla y, con el dinero, comprar los productos para hacer buñuelos y venderlos. Caparrós desconcertado vuelve a preguntar:
“—Pero lo que te digo es que el mago te puede dar cualquier cosa, lo que
le pidas.
—¿De verdad cualquier cosa?
—Sí, lo que le pidas.
—¿Dos vacas?
Me dijo en un susurro, y me explicó:
—Con dos sí que nunca más voy a tener hambre”.
La imposibilidad de pensarse distinto pasa por el estómago. Más aún, los sueños se constituyen sin la restricción de no saber si se va a poder comer mañana, de lo contrario, sería otro día de pasmado dolor; otro día donde el mayor anhelo, máxime, sería el de poder tener un plato de comida en las manos.
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) estima que en el 2022 aproximadamente 700 millones de personas en el mundo padecen de subalimentación —que no es más que un eufemismo sobre el hambre—. Adicionalmente, unos 2000 millones de seres humanos están en estado de inseguridad alimentaria moderada. Eso debería ser, sin más, un motivo de alarma para que se tomen las medidas adecuadas. No obstante, el tiempo… El tiempo pasa y la miseria se vuelve banal. Por otro lado, el modelo de consumo actual en los países del Norte Global es muy superior a los del Sur Global, tan es así, que la demanda anual de recursos sobrepasa los alimentos producidos por el planeta. Global Footprint Network (GFN), en su estudio hecho en 2022 para contabilizar la huella ecológica, calcula que la población en el mundo entero usamos recursos ecológicos como si viviéramos en 1,75 Tierras. Es decir, hay países que, a todas luces, agotan los alimentos mientras otros marchan en la incertidumbre alimentaria. Lo que quiere decir que sí existen los recursos, pero se producen y se concentran en una determinada posición geográfica.
Bangladés es un claro ejemplo de inequidad y de que muchas cosas en el planeta no están cerca de funcionar correctamente. Allí millones de personas trabajan en condiciones paupérrimas para ganarse unos cuantos dólares cada mes, que apenas les alcanza para existir. Hay miles y miles de niños y niñas que no se educan y que no pueden soñarse en un escenario diferente al de un basurero: esa es la imagen cotidiana en Daca: pequeñas mentes circunscritas en la escasez; pequeños ojos pletóricos de tristeza; inexpertas bocas que no conocen y no conocerán el tiempo verbal en futuro. Todo mientras el mundo aventajado sigue sin sobresaltos, como en territorio abúlico.
En Madagascar en temporadas de sequía, y con la pérdida de los cultivos, las personas esperan que las larvas de grillos sean su desayuno, almuerzo y cena. Tres palabras que entrañan sentido y que al pronunciarlas activan partes de nuestro cerebro relacionadas con la memoria —como el sistema límbico— las cuales asociamos con un significado positivo la mayoría de las veces. ¡Ellos no! Quien mucho sufre para comer entiende que un grillo es la única barrera que lo separa de la muerte.
Diversas ONG procuran cooperar en países en extrema pobreza. Pero es como intentar pegar los trozos de una casa con cinta adhesiva. El Plumpy’Nut, por dar un ejemplo, fue inventado por el científico francés André Briend en 1999 y ha servido para contrarrestar la mortalidad infantil. Tiene un alto contenido en proteínas, está hecho a base de cacahuates, es fácil de manipular y consumir. Es considerado un alimento terapéutico. El Plumpy’Nut ha salvado vidas y ha lucrado bolsillos. Aunque es insuficiente, como todo lo que hacemos por el hambre, también es la principal esperanza de muchos.
Para mí el hambre es, en palabras de Gloria Fuertes:
“Yo como
tú comes
él come
nosotros comemos
vosotros coméis
¡Ellos no!”
¿Para usted qué es el hambre?
Por: Deiver Romero Páramo. Estudiante de Narrativas Digitales y Ciencia Política en la Universidad de los Andes.
***Esta columna hace parte de la sección de Opinión y no representa necesariamente el sentir ni el pensar de El Uniandino.
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