Cuando vi el primer post de Nicolás y los Fumadores anunciando su nuevo álbum Dios y La Mata de Lulo o ¿Qué hacer en caso de que haya perdido la luz? no pude evitar preguntarme qué tienen que ver Dios, la mata de lulo y la luz. Después de escuchar la primera canción, homónima del álbum, quedé aún inmersa en la duda; y tras escuchar la totalidad del material discográfico puedo decirles, con plena confianza, que todavía no sé. Sin embargo, en definitiva, esta banda nos trae un álbum de increíble talante, pero como el espacio no nos da y de pronto se me aburren leyendo más de cinco minutos, hablemos de aspectos y canciones específicas.
Sin duda alguna, una de las cosas que siempre me han gustado más de Nicolás y los Fumadores es lo mucho que su arte te hace reír o te toca fibras sensibles. No obstante, ser plenamente comprendidos por nuestro público es un fenómeno netamente contextual y es algo que la banda explora a su favor. Con la segunda canción del álbum, «El Sol», retoman esto que han venido construyendo en sus anteriores producciones. En el tinte de lo que, según juzgo, es indie rock y parece una esfera onírica, se entremezclan la nostalgia y el dolor —¿o será más el dolor de la nostalgia?— de quizás la gran mayoría de los adultos jóvenes del país: «Y voy corriendo tras el rastro de un animal que está herido y que se esconde entre las matas. Y llego a un lugar muy parecido a lo que fue mi casa en el 2000 cuando era niño. Me llega el ruido de un noticiero y veo el fantasma de un guerrillero. Y el animal se me perdió». La infancia, eternamente añorada, permanece intrínsecamente ligada a la violencia de la que no hay escapatoria, de la que no nos vamos a poder perder y parece un sueño febril del que no nos vamos a despertar.
Más adelante se encuentra «El Túnel», canción que comienza con un sexy bajo y reflexiona sobre el presente y el futuro. Transforman la clichesuda frase «ver la luz al final del túnel» en la muchísimo más profunda frase «y solo veo el túnel al final de la luz», la cual da forma de manera exquisita al motivo que presentan en la primera estrofa de la canción. Ese conflicto en el que la supervivencia y la esperanza se tropiezan, creo yo, no deja de atormentarnos como si fuera nuestro propio fantasma el que nos habla, mientras estamos vivos: «Toca buscar algo que hacer, algo que no me llene, pero me dé de comer, porque se va la juventud y, no, no puedo darme el lujo de seguir payaseando. No quiero pudrirme en un call center ni tampoco irme de aquí, a comer mierda a otro país».
«El Sueño de los Justos» va un poco más allá de la risa y las fibras sensibles, aunque la banda no deja de explorar esos aspectos en oraciones adornadas con risas como: «¿Será posible, me pregunto yo, morirse de tanto bostezar?», o «Cuidado, papá… Es una locura, güevón, es una locura». Nos detenemos en una pista que roza los umbrales del spoken word y hasta tiene tintes de barroco, en tanto hay demasiados elementos yuxtapuestos que adornan la escena musical, como el Nocturno Op. 9 N.° 2 de Frédéric Chopin (aunque este sea del romanticismo), para percatarnos de lo desagradable o difícil que puede ser vivir, a la par que no deja de ser una experiencia divertida e interesante.
De «Último servicio», la canción que definitivamente sí es spoken word, podría hacer un ensayo completo, de esos que entregaba cuando todavía no me había graduado. Es como si todas las canciones del disco se juntaran en esta y se hicieran una para darnos la respuesta sobre la relación entre Dios, la mata de lulo y la luz. En verdad hay tanto de lo que hablar, que solo voy a mencionar dos aspectos para mantenerme sintética: 1) menos mal no le hicieron caso al man que les dijo que se separaran la noche que tocaron donde Los Poetas, porque qué cagada siquiera pensar en no tener esta música tan nuestra de Nicolás y los Fumadores; y 2) a la final, pensaría yo, todo se resume en la que quizás es de mis frases favoritas de todo el álbum: «Y pienso que por más que llueva, siempre escampa; y por más que escampe, siempre vuelve a llover».
Todo parece tan cíclico, un bucle con tanto sentido explicándose a sí mismo, que me recuerda un graffiti que veía cuando era niña e iba con mis papás al centro. Ya lo borraron de la pared en la que estaba, pero decía: «¿Cuándo dejaré de seguir mis propios pasos?». Ya se cumplieron 2 meses desde que salió este álbum. Cada semana que pasa es una semana más que dedico a volver a escuchar esta fenomenal producción (ya voy por los 152 registros en last.fm), sea por placer o para ver si encuentro la relación Dios-lulo, o incluso Dios-lulo-luz. Hacer una conclusión concluyente, como la del doctor Goyeneche, sobre lo que es esta relación, o lo que significa, sería un error de mi parte. El arte es tan maleable como el humano que lo crea y el que lo disfruta. No obstante, aquí les dejo una pista —tal vez, más bien, un quizás— de lo que creo los podría guiar a la respuesta sobre la relación de la triada Dios-lulo-luz:
Es pertinente aclarar que hay que empezar por el comienzo, como en «El Sueño de los Justos». El primer instrumental apela a «La Fe», a lo onírico y a las matas (¿de lulo?) en las que se esconde el animal que deja un rastro de sangre, ese que el sujeto poético persigue antes de despertarse y darse cuenta de que «El Sol» ya no alumbra por la ventana y que, por el contrario, «La Lluvia» inunda el paisaje. Sin embargo, la luz que «La Lluvia» quiere apagar puede ser la misma que aquella en la que se ve «El Túnel» al final, porque en definitiva el «Último Servicio» de esa lluvia siempre va a ser escampar.
Por: Lena Paredes
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