top of page
El Uniandino

Sobre la vacuna obligatoria


Las experiencias corporales humanas, que cohabitan entre lo social y lo privado, están siempre relacionadas con los contextos históricos y con sus diversas realidades complejas. Hablar del cuerpo es hablar de autonomía, asimismo es tocar su intersección difusa con lo colectivo. Es decir, mi cuerpo soy yo, o al menos el representante del resto de lo que soy, —intentando no caer en errores conceptuales, vamos a definir el “yo” como una designación utilizada para entender la dimensión corporal identitaria de la existencia humana. Carl Jung lo definiría como un núcleo de consciencia, una composición entre lo somático y lo psíquico— porque es mediante él por donde se materializa la vida,y el existir. No obstante, mi cuerpo también es la transmigración de otros seres, de otras vidas que, antes que yo, fueron. Por otro lado, creo que hay una frontera de confusión entre lo que debería ser y hacer con mi corporalidad —sin que afecte a terceros— según mis aspiraciones versus lo que otros —como el Estado— creen que debería ejecutarse, refugiados bajo la premisa del bienestar general y del orden disciplinario. En el mundo contemporáneo y en las democracias, específicamente en este caso, converge el dilema de el “yo” y el “otro”. Sus vínculos históricos y sus paradojas con sus respectivos procesos de conexión, lejos de ser un obstáculo son una oportunidad para entender la condición humana.


La pandemia del Covid-19 trasladó al presente puntos de discusión relativamente recientes en el tiempo. Algunos de los cuales son eje central de las conversaciones, tales como medio ambiente y sus divisiones respectivas entre el individuo y lo natural; la problemática de la pobreza y de la inequidad; las desarticulaciones que median lo urbano y lo rural; el centro y la periferia. Además de estos, hay uno que aún está en debate, en la esfera de la opinión pública. No es un tema trasnochado, porque nunca lo será. Las vacunas y su obligatoriedad, su imposición, son motivo de tejemanejes y de grandes movilizaciones en diversos países de Occidente. Es la manzana de la discordia, el punto de disidencia entre los que creen que toda persona —independiente de si quiere o no— debe ser inoculada y entre los que aseguran que su inyección debería ser voluntaria. Se configura, ciertamente, otra disyuntiva sobre la libertad.


Las vacunas nos remiten a una historia de grandes logros en el campo de la ciencia, ya que los avances médicos en torno a la inmunización han permitido neutralizar enfermedades cuyos efectos han sido devastadores. Así, la poliomielitis, el sarampión, la influenza o la misma viruela fueron limitadas a tal punto de que el 8 de mayo de 1980 la Organización Mundial de la Salud declaró la viruela oficialmente erradicada. En China desde el siglo II se practicaban inoculaciones —conocidas como variolizaciones— de partículas de viruela por vía nasal o a través del contacto con la piel. En adición, en 1796 el inglés Edward Jenner, considerado el padre de la inmunología, descubre que un contagio de viruela con origen en las vacas puede llegar a ser el remedio y el inicio de la solución definitiva a la infección. No en vano, la palabra “vacunación” proviene de los bovinos. Es así como se empezaron a gestar grandes logros en materia de salud pública.


Con base en lo anterior, damos por hecho de que millones de vidas se siguen salvando en virtud de este grandioso instrumento de la ciencia. Pero, ¿hasta qué instancia nos conviene que la biopolítica gubernamental discurra por nuestros cuerpos sin ambages? Si las vacunas redimen vidas, ¿deberían ser obligatorias? ¿Son aceptables las sanciones que departe el Estado para quienes rechazan inocularse? ¿Es trabajo de los dirigentes perseguir a quienes deciden no hacerlo? ¿Qué consecuencias acarrea? ¿Es acaso democrático? Con el advenimiento de las dosis para el Covid-19 avanzaron los mandatos: el presidente de Francia, Emmanuel Macron, por ejemplo, proclamó varias veces su defensa por el pase sanitario, de manera que se restringieron espacios a los franceses que eludían la orden. En Canadá el primer ministro, Justin Trudeau, invocó por primera vez la Ley de Emergencias para controlar las protestas multitudinarias de los camioneros y, así, dar fin a los bloqueos que han dejado en vilo al país. Él afirmó que la medida no limitará la libertad de expresión ni la protesta legal. Aunque ya de por sí el precepto es cortapisa a la libre y pacífica disidencia. Trudeau sacó a flote su perfil de tirano. El dilema es que los individuos sujetados sobremanera por leyes, a la postre serán personas expuestas abyectamente a los caprichos del gobierno, y pocas cosas pueden ser tan peligrosas y contraproducentes como dejar que el Estado tome ventaja sobre nuestros cuerpos —más de la que ya tiene—. Aquí viene nuevamente el “yo” y el “otro”: mi deber como parte de un todo, como pieza de una comunidad y “pactante” de sus circunscripciones y mi derecho a decidir, a tomar la plena conciencia sobre mis circunstancias. Aun cuando integramos un engranaje social, somos unidad: sujetos morales con derecho a elegir. Quien lo acepta no pone en entredicho su rostro ni su impronta.


Cualquier conjetura sobre nuestro destino es, sin más, arbitraria, pues como diría José Ortega y Gasset “la vida es en sí misma y siempre naufragio”. “Encontrarse viviendo es encontrarse irrevocablemente sumergido en lo enigmático” (Ortega y Gasset, 1940). Como vivimos inmersos en el acontecimiento ignoto, en la coyuntura desconocida, aspiramos a transfigurar lo inseguro en certezas. Dicha es la razón de nuestra paranoia colectiva: aún no aprendemos a convivir con la incertidumbre, pese a que es nuestra insoslayable trayectoria, verdadera libertad. En definitiva, desoír y desarticular presupuestos acerca de nosotros es vital en una democracia liberal que incontables veces ha corrido el riesgo de erosionarse. En cualquier caso, ahí debe estar la ciudadanía contemplando, porque suele pasar que “quienes denuncian los abusos del gobierno pueden ser descalificados como exagerados o alarmistas” (Levitsky y Ziblatt, 2018). Y el abuso puede ir desde la ilegitimidad de una ley hasta la inapelable aplicación de una vacuna. Con todo, no es redundante aclarar que el presente escrito no es un manifiesto en oposición a la ciencia, este es, más bien, una celebración a su presencia y un llamado a la sensatez, a la responsabilidad sin coacción gubernamental. A no ser que la experiencia de la persona humana sea reductible a un método científico.



 

Autor: Deiver Romero Páramo. Estudiante de Narrativas Digitales y Ciencia Política en la Universidad de los Andes.


Comments


bottom of page