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¿Vandalismo o la voz de la desesperanza?

El Uniandino

La madrugada del 9 de septiembre de 2020 quedó en la historia como otra de las muchas tragedias que salpican de horror y sangre nuestra bandera. La muerte de Javier Ordoñez, las más de 50 masacres ocurridas en lo corrido del presente año, los frecuentes casos de arbitrariedad policial y los incumplimientos a los acuerdos de paz son algunas de las razones por las cuales las personas han recurrido a la protesta como expresión de la inconformidad frente a los abusos del poder instituido.

La paz ha sido un discurso que se ha utilizado con versatilidad, tanto para justificar la continuidad de la guerra, como para oponérsele, pero, sobre todo, es una ilusión que lleva décadas en la conciencia de los colombianos. Hace unos años, cuando la firma del proceso de paz se nos presentaba como la puerta de salida frente a un conflicto extenso y cruel, creíamos que, por fin, transitábamos hacia una nueva Colombia. Desafortunadamente, la violencia nos tomó ventaja y regresó destrozando las ilusiones de todos aquellos que soñamos con vivir en un territorio en paz. Sin embargo, el pueblo colombiano es resiliente. A pesar de los constantes tropiezos y dificultades, la voluntad por construir un país diferente no desaparece, de hecho, ahora que ve la paz más cerca, no está dispuesto a continuar sometiéndose ante aquellos que pisotean sus deseos de avanzar y vivir en un territorio en el que la noticia del día no sea un nuevo asesinato, una nueva masacre, una nueva violación o un nuevo caso de abuso policial.


Al igual que la paz, el discurso de la violencia se ha usado con conveniencia dependiendo de quién lo ejerza. Para el Gobierno es sencillo tildar de violentos a los manifestantes, pero dicha tarea se le dificulta cuando tiene que reconocer la violencia de sus instituciones, por ello, se escuda en que la culpa no la tienen sino un par de “manzanas podridas. El Gobierno arremete ferozmente cuando hay daños a los bienes públicos, pero se esconde cobardemente ante los señalamientos de represión a la protesta, los encarcelamientos injustificados, las golpizas a manifestantes y tantos otros casos de abuso de poder.


Entonces, ante un Estado y unas instituciones que engañan, oprimen, asesinan, atacan y vulneran, ¿la protesta pacífica continúa siendo la única alternativa? ¿Acaso los enfrentamientos con las autoridades, los grafitis con consignas contra el Gobierno, las arremetidas contra el transporte público y el incendio de los CAIs nos preocupan más que las personas asesinadas diariamente? Muchos dirán que nada justifica el daño a los bienes públicos, que esas no son las formas de hacer oposición, que actuar así únicamente deslegitima la protesta y causa la pérdida del apoyo popular, sin embargo, es fundamental tener en cuenta que las manifestaciones violentas se convierten en una consecuencia inevitable cuando los acontecimientos diarios nos recuerdan que nuestro país se está convirtiendo en una fosa común en la se entierran los cuerpos de civiles inocentes y, junto a ellos, sus sueños y la esperanza.


Ciertamente las estrategias utilizadas por los movimientos sociales evolucionan conforme al contexto, a la efectividad de los medios usados y al eco que encuentren por parte de su opositor. En el caso colombiano no ha existido eco, al contrario, las constantes exigencias de un pueblo que no se cansa de luchar han sido invisibilizadas, reprimidas, postergadas y, finalmente, olvidadas. Ese mismo gobierno que llama “homicidios colectivos” a las masacres acometidas a nuestro pueblo, que se mofa de nuestra ingenuidad cada vez que nos promete un territorio en paz y que no incluye nuestras exigencias dentro de su agenda política, es el mismo que se comprometió a defender nuestros derechos y a garantizarnos estabilidad, seguridad y bienestar.


Por ello, el lema de la no-violencia que ha caracterizado las protestas de los últimos años, empieza a diluirse ante un contexto cada vez más opresivo y despiadado y a quedarse como una estrategia teóricamente ideal, pero instrumentalmente inefectiva. Es un lema que nadie quisiera tener que sacrificar, sobre todo un país que lleva años intentando salir del conflicto, sin embargo, continúa siendo inservible para limitar la agresión del Estado y para cambiar la actitud de quienes nos oprimen. Un Estado que no asume un rol serio en la protección de los derechos de sus ciudadanos, que intenta calmar el descontento con falsas promesas y que incumple constantemente es el caldo de cultivo idóneo para generar una sociedad inconforme que ve en la protesta violenta el único método para reivindicar sus luchas. De hecho, el uso de la violencia en las manifestaciones es un mecanismo al que se acude en desesperación y que no puede reducirse a la mera connotación de vandalismo, en ella está inscrita la rabia, la desesperanza, el desasosiego y la frustración de un pueblo que intenta avanzar, pero se lo impiden.


Naturalmente, las personas están empezando a ver en las protestas pacíficas un susurro que no satisface sus intereses y la necesidad de cambio que persiguen. En consecuencia, ya no quieren susurrar, quieren gritar y manifestar su rabia a través de todos los medios disponibles, no quieren seguir rogando por la dignidad y la tranquilidad que les han negado durante siglos.


En definitiva, no son equivalentes los daños a los bienes públicos con la violencia estructural y sistemática a la que se ve sometido el pueblo colombiano. Por ello, a pesar de que el gobierno intente promulgar la narrativa de que los manifestantes son un simple grupo de vándalos agresivos, no se puede perder de vista que detrás de aquellas protestas se encuentra la violencia previa y masiva que es cometida por el Estado. En consecuencia, se requiere mucho más que los cobardes intentos del Gobierno para apaciguar el descontento. Esa estrategia ya no sirve, las personas ya no creen más en las falsas promesas, por tanto, o el Estado cambia su estrategia de respuesta o se consolidará un pueblo dispuesto a luchar por sus derechos a cualquier costo. Lo cual, inevitablemente, continuará perpetuando la incertidumbre sobre el futuro de los colombianos.


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Por: Sara Fajardo Higuera, estudiante de derecho con opción en sociología en la Universidad de los Andes


Diseño e ilustraciones por: Paula de Lima


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