Eran las siete de la mañana y podía sentir cómo el aire me helaba las manos. Caminando hacia el edificio con las banderas, que en ese entonces no sabía cómo se llamaba, alcanzaba a ver la iglesia de Monserrate. El ruido de las personas hablando fue lo primero que me sorprendió, no podía distinguir una sola voz con un acento diferente al de Bogotá. Una de estas voces se dirigió a mí: “déjeme y le explico todo lo que debe saber para estudiar en Los Andes.” No entendí por qué me estaba hablando de usted si teníamos la misma edad, luego aprendí que esto era una costumbre de los uniandinos. Para mí es una forma de generar distancia, que no es necesariamente algo malo. A pesar de esta distancia fue él quien tuvo la iniciativa de hablarme y —como me dijo— explicarme lo que debo saber para estudiar en Los Andes (lo cual no viene incluido en la guía uniandina para estudiantes de primer semestre).
Después de unos minutos hablando con esta persona que se apoyaba en mi hombro como si fuera una repisa, me di cuenta que estaba hablando con el protagonista de todas las historias de terror que me habían contado antes de entrar a la universidad. Él hablaba con un aire de grandeza pero sin confianza, como si hubiera otra persona pendiente de cada posible error que puede cometer. Parecía que su trabajo era listar las razones por las cuales esta era la mejor universidad del país. “Mis papás estudiaron acá, mis papás tienen una empresa, yo voy a manejar la empresa, todos mis amigos del colegio estudian acá…” Dijo algo sobre una unión de colegios que no entendí y me imaginé que era algo solo de Bogotá. Después empezó a darme consejos, porque aparentemente en la mejor universidad del país hay unas pautas de seguridad a seguir. “No le pregunte nada a nadie, si le pregunta a alguien dónde queda un edificio le van a decir que vaya al edificio Séneca entonces no le crea a nadie, la gente puede ser muy imbécil. No le diga a nadie su código ni su promedio académico, la gente es muy competitiva y envidiosa, ya usted sabe que básicamente, acá entra todo el mundo por ICFES ya que no hay entrevista, a todo el mundo lo tratan como un número. A veces me toca recordarle a los demás quién soy yo. ¿Sí entiende?” Me advirtió sobre todo de los “resentidos sociales”. Estaba indignado porque había gente atreviéndose a pedir un ingreso para poder subsistir, para poder comer. “El pobre es pobre porque quiere.”
Me estaban empezando a dar náuseas, de pronto porque no me había acostumbrado a la altura o por lo que estaba escuchando. “¿Bueno y usted de dónde es?” Le dije de dónde era y me pareció ver cómo crecía su orgullo por ser bogotano, la mejor ciudad del país porque el resto es provincia. “Cuando voy allá no salgo del Zuana, ¿ustedes tienen donde mercar, o sea hay tipo Carulla o algo o les toca ir al mercado o como a una finca no sé?” En este punto de la conversación pensé que todo había sido un chiste, que solo tenía un sentido del humor muy malo, pero no, él esperaba una respuesta. Como un milagro apareció otra voz en la conversación: “A mí me encanta Santa Marta.” Su aspecto físico era muy parecido a la persona con la que venía hablando, al uniandino promedio. El que se encuentra en memes, en conversaciones, en redes sociales hablando de ñeros o vándalos para referirse a una persona que merece respeto y definitivamente merece vivir, el que se puede encontrar en la vida real, en esquinas del bloque SD, en una clase de zoom. Pero aunque podría parecerse al uniandino promedio, él llevaba un peso menos, el ego, de pronto, le pesaba menos. Me preguntó por mi nombre, por mi carrera, si extrañaba mi casa, si me gustaba Bogotá. No me dio ninguna advertencia ni consejo. Si bien se notaba menos seguro de sí mismo que el otro uniandino, hablaba con más confianza y sin necesidad de generar distancia ni barreras.
Aunque esta segunda conversación fue corta, me dije a mí misma: aquí tengo la prueba de que pueden existir uniandinos amables, empáticos, que sonríen y se saben reír de ellos mismos. Y con el tiempo me di cuenta que son mayoría. Son estudiantes a los que les apasiona su carrera, independientemente de lo que hacen sus papás, que les motiva crear, innovar y aprender, sin necesitar recordar cada dos minutos que lo están haciendo en la universidad que ocupa el x puesto en x ranking. Son profesores que usan espacios de clase para hablar de problemas de salud mental, para discutir la situación del país y el deber que tenemos con aquellos que no tienen acceso a las mismas oportunidades que nosotros. Son amigos que he hecho que tienen ese acento que me impresionó tanto el primer día, que ahora no quiero dejar de escuchar nunca, porque así como podemos estudiar y ayudarnos, podemos reírnos y aprender de cada uno de nosotros. Son las personas que te hacen sentir acompañado y escuchado aunque la clase sea a través de una pantalla.
Después de la primera conversación que tuve en la universidad estaba segura de que había tomado una mala decisión. Los mitos que me habían contado eran ciertos. Las advertencias eran apropiadas. Ahora, si me pregunta alguien, como lo hice muchas veces antes de entrar: Y la gente en los Andes, ¿en serio es así? Sin tener que preguntar a qué se refieren con “así”–porque la idea general es muy negativa– le respondería que no. Definitivamente existe el mítico uniandino de historias de terror, que hace que a veces dé pena estudiar en la misma universidad que este personaje. Pero hay muchísimas personas que le hacen un gran contrapeso, mostrando que ese estereotipo se ha ido debilitando con los años. De pronto algún día el uniandino pueda ser relacionado a una persona cuyos intereses estén alineados con tener un impacto positivo, al final es decisión de cada uno si queremos reforzar el estereotipo o hacerlo irrelevante.
Por: Sara Torres Benavides
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