A través de la historia, la fotografía ha permitido plasmar la realidad de un instante, capturarla y dejarla abierta a la interpretación de la mente. Lleva en sí la posibilidad de recordar, de retratar la historia y de diseñar la cotidianidad que se encuentra frente al fotógrafo. Busca desde sus inicios congelar el instante y llevar consigo la parcialidad y situación de sus intérpretes. Como toda tecnología, la fotografía ha dado pasos gigantes en su evolución. Sus primeros protagonistas, Leonardo da Vinci, Rembrant, Caravaggio, Vermeer, Johann Heinrich, Joseph Nicéphore y Luis Daguerre deseaban poder replicar lo que la luz les permitía visualizar, a pesar de que para muchos de ellos hubiera significado tener que dibujarlo manualmente. Jamás hubieran podido imaginar la facilidad y disponibilidad que tiene hoy en día una cámara digital, las posibilidades de corrección que permiten los muchos programas de edición y, de manera más impactante aún, lo sencillo que puede llegar a ser compartir y hacer pública una fotografía con los medios de comunicación y las redes sociales. Realmente, frente a sus primitivos inicios, se puede decir que ha sido una herramienta que ahora más que nunca impacta de forma directa y constante la vida de las personas. Medios como lo son Instagram, Facebook, Twitter, VSCO, Snapchat, entre muchas otras, hacen realmente trivial el sacar una foto, editarla, y publicarla masivamente. Cuando en tiempos previos el sacar una foto era considerado algo “privilegiado”, oligarca, privado y llevado a ser por un concepto o un arte, en la actualidad es tan común como el tener un teléfono móvil con cámara. Las “selfies”, los “influencers” y la globalización de absolutamente todo ha arrasado también con el arte de las fotos.
Muchos lo refutarán, pero el elogio del fotógrafo va más allá de la aceptación común de sus observadores. Es su particularidad e intención y sobre todo la historia que busca contar lo que hace una gran foto y fotógrafo. Va muchísimo más allá de un “like” o de una serie de comentarios, pero, de nuevo, este es el problema que presentan los medios de comunicación y las redes sociales. ¿Realmente, en Instagram, por ejemplo, qué hace que un fotógrafo profesional sea reconocido? ¿Qué busca aquel que quiere ser aceptado en el medio? ¿Cuál es la línea de pensamiento de aquel que quiere llegar al éxito o darse a conocer? ¿Será entonces la crítica la que lleva al desarrollo y que poco a poco la masa va perfilando la creación de cada artista?
Todas estas preguntas resultan de la inevitable realidad de quien existe en la era de la tecnología, los “likes” y de la falta de privacidad. Cuando se publica una imagen se hace para “la venta”. Sin intención, en un sin número de casos, se busca proyectar lo estético de lo que constituye la vida (las realidades falsas), lo que es común y lo que permite el embudo de supuestos y requisitos de la sociedad. Francamente, y sin demeritar las grandes mentes de artistas y fotógrafos que hacen uso de estos medios, se pierde entre todos estos paradigmas la gracia detrás de la pasión y magia de la fotografía. Todo se parece, poco resalta y sin lugar a duda se requiere de gran talento para sobresalir entre los muchos aficionados.
La única salvación que puede desdibujar los efectos de la masificación y las redes sociales es la creación de nuevos y propios dogmas. Asomarse de cuando en cuando a ver lo que plantea el mundo puede ser valioso, pero se puede decir que estrellas como Henri Cartier-Bresson, Richard Avedon y Mario Testino se guían por su propio trabajo y crecimiento profesional. En el arte, las reglas están hechas para replantearse, no se cuenta con una vista objetiva de la realidad y solo se puede retratar la humanidad desde los ojos de quien la captura. Las historias se moldean a las emociones y a la subjetividad del sujeto. La fotografía está hecha para hacer vehemencia a la belleza y a lo extraordinario, no para caber dentro de la satisfacción de una necesidad de la sociedad.
Por: Laura Díaz Gómez
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